Friday, September 25, 2009

García Amado sobre la responsabilidad por la mala suerte

Hoy tengo el placer de poner un estupendo y original post del promitente filósofo del derecho de España, Juan Antonio García Amado. El texto no sólo aborda algunos de los aspectos filosóficos esenciales que se sitúan en el trasfondo de la responsabilidad civil extracontractual – relativos a temas con los de la causalidad y la justicia correctiva -, sino otros temas de gran relevancia para las discusiones actuales en torno a la teoría de la justicia en el marco de la filosofía política. Disfrútenlo y, si pueden, coméntenlo.

¿QUIÉN RESPONDE POR LA MALA SUERTE DE CADA UNO[1]?

Juan Antonio García Amado

Universidad de León (España)

Nuestras vidas están condicionadas por la suerte, buena o mala, de múltiples y muy variadas maneras. Enumeremos algunas de las que dan lugar a sesudos debates jurídico-políticos.

Tenemos en primer lugar la suerte al nacer, que tiene dos vertientes: los dones naturales con que venimos al mundo y la cuna en que nacemos.

1. Los dones con que nacemos.

Cada persona nace con unos atributos y capacidades propios y con unas predisposiciones originarias que condicionarán sus posibilidades vitales: capacidad intelectual, prestancia física, fuerza, temperamento, etc. Luego vendrán la educación y el medio social a moldear esas características (esto tiene que ver con el punto siguiente), pero ya dicen en mi pueblo que de donde no hay no se puede sacar. Del mentalmente torpe no podemos esperar que triunfe en la ciencia, al mudo de nacimiento no le cabe hacerse rico cantando, el enclenque no será campeó mundial de lanzamiento de peso, del que posee un temperamento indolente o apático no podemos pedir enormes esfuerzos de voluntad para convertirse en ejemplo de self-made-man.

En una sociedad en la que las oportunidades vitales, el triunfo y la riqueza se reparten desigualmente, algunos tienen por naturaleza menos posibilidades que otros de convertirse en ganadores y de maximizar su bienestar con sus propias obras. Si usted ha salido mentalmente obtuso, débil, feo y con un par de taras corporales o psíquicas va a vivir con más pena que gloria. Es lo que algunos autores han llamado la lotería natural, en la que a cada uno le a tocado en suerte lo que le ha tocado, sin que en su mano estuviera cambiar esa parte de su destino. Y la pregunta es: ¿quién responde de esa mala suerte? ¿deben los que mejor viven gracias a sus dones y talentos naturales contribuir con sus ganancias para hacerle la vida mejor a los más desgraciados? ¿hasta qué límite, en su caso?

La filosofía política tiene uno de sus cometidos primeros en determinar cuál es la más justa organización de una sociedad, lo que equivale a establecer, en términos de John Rawls, cuál es la mejor distribución de beneficios y cargas, de ventajas y desventajas en un grupo social, por ejemplo entre los ciudadanos de un Estado. A propósito de esta primera suerte o lotería vamos a ver el primer enfrentamiento entre filosofías individualistas radicales (los que los norteamericanos llaman libertarians) y filosofías más sociales o socializadoras. Los primeros aplican a este asunto el lema de que al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Un ejemplo es Robert Nozick. Cada ser humano es único y su particular y específica identidad viene dada en primer lugar por sus atributos naturales y sus circunstancias –de las circunstancias sociales hablaremos en el punto siguiente- . El primer derecho de cada uno es ser lo que es, siendo dueño de sí mismo tal como es. Quiere decirse que cada cual es dueño de su vida a partir de ser dueño de su atributos personales. Según su modo de ser, cada uno se forja sus planes de vida y los realiza en la medida en que sus personales condiciones se lo permiten. Puede que muchos sueñen con ser astronautas, pero no todos serán capaces; todos, o casi, querrán ser ricos y poderosos, pero pocos estarán en condiciones de lograrlo, ya mismamente por sus talentos, su capacidad de trabajo y esfuerzo, etc. Ser dueño de la propia vida significa usar la propiedad que uno tiene de sí mismo, de su ser con sus dones, para elegir la vida que quiere y tratar de realizarla. Existe una vinculación ineludible entre propiedad de uno mismo, identidad y autonomía para realizar los propios planes de vida. Mis planes de vida y el grado en que los cumpla son parte de la propiedad de mí mismo. Si alguien me impide seguir mi camino en la medida que mis cualidades personales me lo permitan, me está alienando, está expropiando mi libertad, me está despersonalizando. ¿Deben pues los que más consiguen ser compelidos a repartir lo que obtienen con los que carecen de las aptitudes para lograrlo? Estos individualistas radicales contestan negativamente, en la idea de que tal obligación de repartir equivale a expropiar al sujeto de todo o parte de su ser. En una sociedad que fuerce a los más agraciados en la lotería natural a repartir el fruto de su capacidad, mérito y esfuerzo con los naturalmente menos afortunados tiene lugar una pérdida de identidad de los sujetos, que ya no serían tratados como personas distintas y autónomas, que son expropiados de todo o parte de su ser, pues componente elemental del ser de cada uno son esas capacidades y los frutos de su empleo. Un modelo uniforme de ser humano o ciudadano se impone frente a la diversidad natural que hace a cada persona un ser único.

¿Qué responden los no individualistas, como Rawls? Pues que lo justo es que cada cual tenga lo que merece. Pero ¿qué merece cada uno? Aquello que sea el mero resultado de una actividad suya que no resulte simple aprovechamiento de lo que le tocó en suerte sin haber hecho personalmente nada para lograrlo. Aquel al que le toca la lotería no puede decir que tiene los millones del premio porque los ganó merecidamente. No los merecía, le tocaron por azar. Lo mismo pasa con la lotería natural, pero con una peculiaridad adicional: aquel al que le toca el premio en un sorteo aun puede decir que él decidió jugar, jugar precisamente para tratar de obtener ese premio, y que gastó un dinero en comprarse el boleto. Con la que llamamos lotería natural no pasa ni eso, pues a nadie le piden permiso para nacer ni para venir con estos o aquellos dones o lastres. Y el que tiene ahí buena fortuna ni siquiera la buscó apostando nada suyo.

Así que autores como Rawls mantienen que mis talentos son míos, sí, pero que no los merezco, pues nada he hecho para conseguirlos que pueda contar como fundamento de tal merecimiento. Yo no tengo por qué apuntarme como merecidos los regalos del destino. Por lo mismo, tampoco merece en ese sentido su desgracia aquel al que le vinieron mal dadas al nacer. En consecuencia, en una sociedad justa se deberán fijar unos estándares mínimos de vida digna y ese mínimo habrá de asegurarse por igual para todo el mundo, listos y tontos, hábiles y torpes, esforzados y perezosos de nacimiento. Esto implica redistribución de la riqueza, con su secuela inevitable de restricción de la libertad. Cuanto más altos sean esos mínimos de vida digna garantizados a todo el mundo, mayor será igualmente la redistribución de la riqueza, la intervención coercitiva del Estado sobre la capacidad de libre disposición de los ciudadanos y, por tanto, las limitaciones de la libertad; y mayor será el grado de igualdad material que entre los ciudadanos se establezca. Veamos esto con brevedad antes de pasar al siguiente punto.

En uso de mi libertad yo empleo mis cualidades para obtener bienestar. Estudio, discurro, invento, trabajo, me esfuerzo para lograr las cosas que ansío y que, de una u otra forma, se compran con dinero. Si mi pasión es la cultura, pongamos por caso, querré comprarme libros, tener un buen ordenador con el que escribir mis textos, pagarme carreras, cursos de idiomas, etc. También es probable que quiera vivir en una casa en la que quepa una buena biblioteca y donde el ruido no me moleste o la luz no me la tape un rascacielos a veinte metros. Pongamos que consigo con mi capacidad y esfuerzo los medios para tener todo eso en alta medida. Si viene el Estado y me arrebata una parte de mi ganancia para proporcionarle sanidad o educación o vivienda al que no nació muy apto para ganarse la vida y asegurarse tales condiciones vitales mínimas, mi libertad se ve restringida, pues parte de lo que en uso de mi libertad obtuve me es arrebatado por las malas y, con ello, he estado trabajando, en esa proporción, no para realizar mis planes de vida, sino para que otros tengan lo que no son capaces de conseguir por sí. Padece la libertad de los individuos mejor dotados por la naturaleza, pero gana en igual medida la igualdad entre todos los individuos. Pura dinámica de fluidos; de fluidos axiológicos, como si dijéramos.

Para los ultraindividualistas ninguna compensación de las suertes naturales justifica el sacrificio de un sólo ápice de libertad de nadie, por ser la libertad, como se ha dicho, el componente esencial y único de la identidad humana, lo que propiamente nos hace personas y nos diferencia de los puros objetos que cualquiera maneja. Los menos afortunados en la lotería natural también son libres y allá se las compongan si no les da para más. En cambio, para los partidarios de hacerle sitio también a la igualdad, no es la restricción de la libertad lo que nos deshumaniza; también lo hace el hallarnos privados de toda expectativa que no sea la del puro padecer sin remisión hambre, frío, enfermedad o ignorancia.

¿Cuánto de igualdad preconizan, pues, los igualitaristas? Depende. La escala va desde los autores que han defendido un igualitarismo radical con fortísimas restricciones a la propiedad privada, al modo del viejo ideal comunista (de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades), hasta las posturas liberal-socialdemócratas, que se conforman con que el Estado asegure a los menos favorecidos por la suerte los estrictos mínimos vitales que permitan con propiedad y sin sarcasmo tenerlos por seres libres que no están a priori excluidos de toda participación real en la vida social.

2. La cuna en que nacemos.

Aquí nos referimos al medio social en el que nace cada uno, medio que va a condicionar fuertemente su futuro, sus posibilidades y expectativas vitales. No va a ser igual de fácil o difícil la vida del que viene al mundo en una chabola de un suburbio misérrimo que la del que nace en la calle Serrano de Madrid o en el Parque de la 93 en Bogotá, hijo del presidente de algún importante banco. ¿Alguien apuesta sobre cuál de los dos tendrá mayores posibilidades de llegar a banquero o arquitecto o ministro o funcionario público de alto nivel o presidente del consejo de administración de cualquier gran empresa? Y eso con bastante independencia de los dones naturales de cada cual. Es difícilmente discutible que en sociedades fuertemente desiguales es más probable que obtenga un trabajo importante y bien remunerado el hijo medio lerdo de una familia muy rica que el hijo inteligentísimo de una muy humilde. Podríamos llamar a esto la ley del mérito personal en las sociedades: cuanto menos igualitarias éstas, menos cuenta el mérito personal y más determinante resulta el status social, especialmente el estatuto económico.

Para el pensamiento individualista tradicional forma parte de mi libertad y de la correspondiente propiedad de mí mismo el trabajar y querer acumular medios o riqueza para transmitir a mis hijos. De ahí que el derecho de herencia, entendido como el derecho de cada uno de disponer libremente de todos sus bienes para después de su muerte, se tenga por un derecho fundamental que es mera prolongación o secuela de ese derecho de propiedad que es la otra cara de la libertad. Si lo que da sentido a mi vida, supongamos, es trabajar duro y esforzarme al máximo para que mis hijos mañana tengan su vida asegurada, gravar con fuertes impuestos la transmisión hereditaria de mis bienes o impedir que los transmita a quien yo quiera supone restarle a mi vida parte de su sentido, deshumanizarme de nuevo. Por otro lado, si lo que yo he ganado lo he ganado legítimamente, sin robar ni arrebatárselo de modo ilícito a nadie, es mi mérito, y no dejarme disponer de ello es no respetarme ese mérito. Aquí los individualistas resaltan el merecimiento del que obtuvo una posición social y económicamente ventajosa como fundamento de que se respete también su libre disposición de sus bienes, incluso post mortem. ¿Por qué –preguntarían- lo que yo gano con la vista puesta no sólo en mi personal disfrute, sino también en el futuro de mis hijos, va a tener que ir a parar, redistribuido por el Estado ahora –vía impuesto sobre la renta, por ejemplo- o a mi muerte –vía impuesto de sucesiones- a mejorar la vida o las expectativas de los hijos de otros? El que quiera mejorar su suerte o la de sus hijos, que aplique el mismo esfuerzo o la misma inteligencia que yo apliqué.

Los igualitaristas van a echar mano también la idea de mérito, pero de otro modo, preguntándose qué con qué merecimientos va a disfrutar su desahogada posición económica y su bienestar el que recibe una fortuna de sus padres y se limita, por ejemplo, a vivir de las rentas o a multiplicar la riqeza heredada. Los igualitaristas ponen en juego un criterio complementario de la noción de mérito: el de igualdad de oportunidades.

Una sociedad competitiva y no perfectamente igualitaria, en la que la situación de cada sujeto no venga asignada autoritativamente por el Estado, se parece a una competición atlética, una carrera, por ejemplo. En una tal carrera reconocemos que ha de ganar el más rápido, que será normalmente el más dotado para tal esfuerzo y el que mejor y más celosamente haya entrenado. Pero la justicia del resultado final de la competición dependerá de algo más que de las dotes atléticas naturales y el esfuerzo de los competidores: dependerá también de las reglas que regulen la competición. Veamos cómo.

En una carrera así habrá una línea de salida y una meta. Gana el que primero llega a la meta. Pero ¿qué diríamos si el punto de salida es diferente para cada concursante? Imaginemos que para uno la línea de salida está a cinco mil metros de la meta y para otro está a cien metros. ¿Cuál de los dos tendrá mayor posibilidad de triunfar? Obviamente, el segundo. Si este segundo en lugar de correr se queda sentado, perderá, sin duda. Pero si los dos corren todo lo que pueden, la victoria será del segundo. ¿Podrá decir que venció por sus méritos, puesto que corrió todo lo rápido que fue capaz? Algo de mérito tendrá, sí, pero su triunfo será, con todo, escasamente meritorio, pues simplemente utilizó como era de esperar la enorme ventaja con la que partía. El resultado era perfectamente previsible en circunstancias normales, pues las muy inequitativas reglas de la carrera lo condicionaban casi por completo.

Ahora pongamos el caso en la competición social por el bienestar. Imaginemos que dos personas, con idénticas cualidades naturales (inteligencia, voluntad, fortaleza) desean igualmente llegar a la presidencia del consejo de administración de un importante banco, ya sea por lo que supone de realización personal un puesto así, ya por la gran ganancia económica que representa. Una de esas personas ha nacido en una familia muy pudiente, ha recibido una educación muy selecta, ha podido desde su infancia cultivar su cuerpo y su espíritu, ha tenido plenamente garantizados también la sanidad, la vivienda, el ocio, etc, y, además, ha recibido en herencia una importante fortuna y se ha codeado siempre con los grupos socialmente privilegiados. La otra, que ha venido al mundo en un medio mísero, apenas ha podido hacer más que luchar para sobrevivir al hambre, la enfermedad, la incultura y la desesperación. ¿Cuál de esas dos personas tendrá mayores posibilidades de consumar su aspiración? Parece indudable que la primera. ¿Por qué? Porque las reglas que presiden su competición no son equitativas, son tan inicuas como las de la carrera en el ejemplo anterior.

Los individualistas radicales mantienen que la consideración a la sagrada libertad de cada cual tiene el precio de que cada uno ha de apechugar con su suerte, con el resultado que le deparen las dos loterías: la lotería natural, que antes hemos visto, y la lotería social, de la que ahora estamos hablando. Los igualitaristas, por el contrario, consideran que la suerte de cada individuo en sociedad no puede estar al albur de loterías, pues tal cosa equivale a dar por bueno que sea el azar el que gobierne el destino de cada ser humano. Y ni siquiera la libertad se cumple cuando cada uno compite bajo condiciones desiguales en las que no puede influir. ¿De qué me vale plantearme objetivos que en teoría –igualdad formal o ante la ley- puedo alcanzar, si en la práctica las reglas de organización social me los hacen inviables? No soy libre si mi libertad es meramente la libertad de desear, mientras que otros, no superiores a mí en capacidad o méritos, pueden fácilmente conseguir lo que se proponen y hacer de sus deseos realidades mucho más cómodamente que yo.

¿Cómo podemos introducir equidad en la competición? Procurando que sean justas las normas que la rigen. En el ejemplo del atletismo, estipulando que todos los corredores arranquen de la misma línea de salida. En el caso de la vida social, procurando que las diferencias de partida debidas a la suerte social de cada uno se amortigüen en grado suficiente para que cada uno tenga idénticas posibilidades de alcanzar la meta con el sólo concurso de su mérito y su esfuerzo. Aquí es donde opera el principio de igualdad de oportunidades.

Igualdad de oportunidades en el ejemplo de la carrera quiere decir que los corredores deben partir de la misma línea de salida, que sus posiciones al inicio deben estar equidistantes de la meta. A lo que se añade que en ninguna de las calles por las que cada uno corra debe haber obstáculos que no estén en las otras. La distribución de oportunidades será perfectamente equitativa cuando sea exactamente la misma la distancia para todos y las calles de todos sean idénticas; será tanto más equitativa esa distribución de oportunidades cuanto menor sea la diferencia en el punto de partida y cuanto más parejas sean las calles. Igualdad de oportunidades en la competición social significa que las posibilidades de cada uno, en una sociedad competitiva que admite la desigualdad de las posiciones de sus miembros, no pueden estar determinadas por la lotería social, por circunstancias tales como el haber nacido en un barrio o en otro, en una clase social o en otra, en una cultura o en otra, en una familia u otra, en una localidad o en otra; o de ser varón o hembra, blanco o negro, etc.

Seguramente tienen razón los ultraliberales al afirmar que o admitimos la desigualdad social o matamos la libertad. La única vía para conseguir que todos tengamos lo mismo y que la lucha por la igualdad de oportunidades no sea necesaria es instaurar un Estado autoritario que asigne coactivamente a cada sujeto su posición social, idéntica a la de los otros, sin permitir a ninguno “levantar cabeza”. Y, además, esa pretensión sería internamente incoherente, pues ese Estado dictatorial presupone por definición la diferencia entre los que gobiernan y los que obedecen. Ahora bien, una cosa es admitir que en sociedad unos puedan tener más que otros y otra regular el modo en que se acceda a esos distintos repartos desiguales, asumiendo que lo que hace la injusticia no es la desigualdad en sí, sino la regulación de la manera en que unos puestos u otros se obtengan. No es injusto que en una competición atlética uno quede el primero y gane la medalla de oro y otro quede el último y no gane nada. Pero para que la victoria del primero pueda considerarse justa por merecida, el reglamento de la carrera tiene que asegurar la equidad y limpieza de la competición.

En la competición social entienden los igualitaristas que la justicia de los resultados requiere como condición ineludible la igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, lo que es tanto como decir, unas equitativas condiciones de la contienda. ¿Cómo se alcanza esa igualdad de oportunidades? Para los que la defienden no hay más que un camino: que el Estado quite a los que han tenido más suerte para dar a los que la han tenido peor. En el caso de la prueba deportiva se trataría de retrasar al que pretende partir muy por delante de la línea de salida y en adelantar al que ha sido situado muy por detrás de ella. En lo referido a la competición social, habrá que detraer medios de los que tienen de sobra para asegurarse –o asegurar a sus hijos- alimento, sanidad, vivienda o educación, para dárselo a los que no tienen con qué pagar esos bienes sin los que no podrán jamás competir equitativamente. Y sin olvidar que durante la competición ninguno debe ser favorecido por trampas como la que en la vida social representa el corrupto favoritismo: que lo que para unos es obstáculo se convierta en ventaja para otro, por ser “hijo de” o “amigo de” o de este o aquel partido político.

Frente al respeto absoluto a la propiedad que los ultraindividualistas preconizan, los igualitaristas defienden la restricción de la propiedad en pro del –de algún grado de- reparto. Frente a la libertad como pura autodeterminación personal, tal como los ultraindividualistas la conciben, la libertad como posibilidad real, no meramente nominal o teórica, formal, de hacer. Frente un Estado que se limite a asegurar a todos frente al riesgo de homicidio o de robo, pero que no interfiera de ninguna otra forma en la vida social y económica, un Estado que redistribuya y reorganice los resultados de la interacción social cuando éstos se convierten para algunos ciudadanos en destino fatídico. Frente a una idea de los derechos fundamentales de cada uno como derechos a que nadie le arrebate la vida, la libertad y la propiedad, una concepción de los derechos que incluye en la lista de los fundamentales la satisfacción de las necesidades básicas, que son aquellas de cuya satisfacción depende que cada ciudadano no esté condenado por el destino a la inferioridad personal y social. En suma, frente a la pretensión individualista de que cada cual cargue con la suerte que su cuna le depare, la pretensión igualitarista de que la suerte de cada uno no dependa de factores aleatorios que no puede en modo alguno controlar, que no dependen de él.

¿Cuánto han de aproximarse las condiciones sociales de todos los ciudadanos a través de la puesta en práctica de la igualdad de oportunidades? Aquí resurge una de las claves de la polémica entre individualistas e igualitaristas. Los primeros usan dos argumentos principales contra el Estado social e intervencionista. El primero es el ya mencionado de que las políticas sociales redistributivas son incompatibles con el respeto al individuo, cuyo derecho primero, absoluto, es la libertad, entendida como autodeterminación irrestricta en lo que no tenga que ver con el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros. El segundo es el argumento de la eficiencia, que podemos resumir del modo siguiente. La interferencia que el Estado lleva a cabo en el mercado, con propósitos igualadores y redistributivos, es ineficiente, en el sentido de que las limitaciones que impone a la iniciativa privada y al espíritu de superación de cada sujeto disminuyen la productividad y la generación social de riqueza. Y esto por dos motivos: porque los ciudadanos se acomodan cuando la garantía de subsistencia les viene dada por las políticas sociales del Estado y porque dichas políticas tienen unos altos costes de gestión que absorben gran parte de los recursos supuestamente destinados a los más desfavorecidos. Esto último quiere decir que las políticas sociales requieren un extenso aparato burocrático, cuyo mantenimiento es caro, antieconómico. Al final son los burócratas, los profesionales del reparto, el aparato estatal, los que se comen la mayoría de esos recursos supuestamente orientados a mejorar las oportunidades sociales de los más desfavorecidos. De este modo, el problema de la redistribución y la igualdad de oportunidades se transforma en un problema de gestión pública eficiente de los recursos.

Los individualistas piensan que la riqueza que puede producir un mercado no intervenido es tanta que, aun distribuida desigualmente por la única vía de la mecánica espontánea del mercado, acabará por repercutir en una mejor situación para los más desfavorecidos que la que tendrían si el Estado interviniera redistribuyendo para favorecerlos. A más intervención estatal, menos riqueza genera la iniciativa privada en el mercado y menos hay para repartir, con lo que menos les tocará también a los más necesitados. En cambio, los igualitaristas piensan que, aun siendo genuinos los problemas de gestión, la gestión eficiente de los recursos públicos en favor de los más débiles es posible y, además, es fuente de mayor riqueza global, puesto que son más los ciudadanos que se hallarán en condiciones adecuadas para consumir e invertir en actividades productivas.

Tenga quien tenga en esto la razón, lo cierto es que queda establecido un objetivo teórico muy importante: que las políticas públicas para la igualdad de oportunidades deben tener una medida tal que no dañe la mecánica productiva propia de las sociedades que dejan la productividad y la generación principal de riqueza a la iniciativa privada. Esto indica que, al menos como hipótesis, puede ser más beneficiosa, para la sociedad en su conjunto y para los más desfavorecidos en su conjunto, una política de igualdad de oportunidades no plena que una política de total igualación social de las condiciones de partida de los contendientes. Se trata de encontrar el más conveniente equilibrio, en términos de interés general, entre dos polos: el puro abstencionismo del Estado y el total reparto de la riqueza por obra de un Estado autoritario y opresor de las libertades.

3. Accidentes y percances.

La suerte también gobierna mucho del transcurrir de nuestras vidas. Un día puede tocarnos un premio millonario en un sorteo, pero otro día puede que un coche nos atropelle o que un terremoto se lleve por delante nuestra casa. Tanto la filosofía moral y política como el derecho, éste aplicando las recetas de aquéllas, tienen que discernir quién corre con los resultados de la suerte de cada uno. Cuando es buena y se traduce en ganancia, la cuestión es si debe o no el afortunado repartir algo de lo que obtuvo, por ejemplo por vía de tributación. Pero, cuando vienen mal dadas por algún azaroso e inesperado acontecimiento, ¿quién corre con los gastos? Si un conductor borracho me atropella, o si lo hace uno sobrio que cumple con todas las normas de cuidado, si un médico me opera y se deja dentro unas gasas que me causan un nuevo padecimiento, si mi casa se cae porque el arquitecto no calculó bien el grosor de los muros, si a mi perro se lo come el perro del vecino, si mi mujer me abandona y se va con otro más elegante, ¿quién carga con los gastos y/o con los disgustos? Las respuestas pueden ser tres: la víctima de la desgracia, el que la provocó o la sociedad en su conjunto.

La casuística es infinita y no cabe aquí pararse en agotadoras clasificaciones. Así que pasaremos por encima con sólo algunas elementales distinciones.

Tenemos en primer lugar el Derecho penal. Si alguien me lesiona sin motivo lícito y, con ello, incurre en una conducta penalmente tipificada, el Estado le impone una pena como precio que paga por su inadmisible ataque. Es una vieja discusión de penalistas y filósofos la de cuál sea el fin principal de la pena. Unos dicen que la función de la pena es castigar al delincuente por lo que hizo, hacerle pagar, retribuir, su mal comportamiento. Esas son las teorías retribucionistas, que ven la pena como venganza, si bien en manos del Estado, que actuaría así para resarcir el mal que la víctima sufrió con un mal equivalente que al autor se le causa. Pero si yo perdí un brazo por obra de esa agresión, sin el brazo me quedo por mucho que el delincuente pague unos años de cárcel. Y aunque aplicáramos el viejo principio del ojo por ojo y al delincuente se le amputara un brazo por haberme arrancado el mío, ¿qué gano yo, salvo la dudosa satisfacción de verlo a él sufrir como yo he sufrido? Un mal no cura otro y la suma de dos males no da ningún bien, da dos males. ¿Acaso dos males son algo socialmente mejor que uno solo? Por eso otras doctrinas mantienen que lo que justifica la pena no es la retribución de un daño con otro, sino el escarmiento: con el castigo se le enseña al delincuente lo que no debe hacer (prevención especial negativa), o se le indica cómo debe comportarse en el futuro (prevención especial positiva). Mas la lección no la recibe sólo el condenado, también la sociedad aprende, escarmentando en cabeza ajena, qué cosas no deben hacerse (prevención general negativa) o cuál es el comportamiento debido (prevención general positiva). Todas estas teorías últimas reciben el nombre de teorías preventivas de la pena.

Pero supongamos que el que perdió el brazo de esa manera era un afamado director de orquesta. En el futuro ya no va a poder dirigir más, lo cual le provocará grandes pérdidas económicas y enorme sufrimiento si esa era su vocación y lo que daba sentido a su vida. Esos daños no se compensan con el encarcelamiento del malhechor. De ahí que el propio Código Penal prevea que los tribunales decidan también sobre la responsabilidad civil derivada del delito. Que el delincuente también responda civilmente significa que además de “pagarle” al Estado (o a la sociedad) la pena por su acción, tiene que indemnizar también a la víctima lo que el daño le haya “costado”, en un doble sentido: el precio del daño material (lo perdido y lo dejado de ganar) y el precio del sufrimiento o dolor (los alemanes llaman a esto, con expresión bien gráfica, Schmerzensgeld, dinero del dolor), lo que entre nosotros se llama daño moral.

Ahora pensemos en un daño que alguien me causa con una acción suya que no es delito. Por ejemplo, un amigo bromista pone sus manos llenas de grasa sobre mi corbata y deja para siempre una mancha en esa prenda que me había costado un dineral y que, además, tenía yo en gran aprecio porque con ella me había casado. ¿Tiene que pagarme la corbata? ¿Y el dolor que me causa su pérdida? Aquí nos movemos ya en el puro ámbito de la responsabilidad civil por daño extracontractual.

Dice el artículo 1902 del Código Civil español que “El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”. Ese amigo bromista me ha causado un daño con su acción, ya sea por mala idea –tal vez tenía envidia de mi corbata o celos de lo lucido que se me veía con ella- ya por simplemente atolondrado. Sea como sea, tendrá que pagar si no le ampara una excusa legal.

El derecho de la responsabilidad civil tiene como función repartir los costes de los daños que alguien sufre como consecuencia de la conducta de otro. La ley y la jurisprudencia tipifican los supuestos en que debe ser el dañante el que corra con los costes y aquellos otros en los que debe ser la víctima la que cargue con ellos. Y ahí se halla la gran cuestión en términos de teoría de la justicia, en establecer en qué supuestos debe ser uno u otro el que “pague”. Unos ejemplos sencillos: ¿quién paga si mi amigo puso sus manos sucias en mi corbata cuando intentaba agarrarse a algo porque había tropezado y se estaba cayendo? Ahí hemos tenido mala suerte los dos. ¿Y si iba borracho? Hemos tenido mala suerte los dos, pero parece que de la suya él era en alguna medida responsable. ¿Y si yo lo estaba molestando con mi insistencia en que él nunca podría pagarse una corbata tan cara? Los supuestos pueden multiplicarse hasta el infinito, pero el derecho tiene que agruparlos si no quiere ser puramente casuístico, y a eso se llama tipificación legal.

Veamos algunas situaciones diferentes.

a) Alguien causa un daño con intención. Por ejemplo, mi amigo se lo pensó antes de mancharme la corbata y decidió hacerlo. En este caso cualquier sistema jurídico dispondrá la obligación de indemnizar del dañante.

b) Alguien no evita un daño que sí pudo evitar sin arriesgar nada suyo. Simplemente omitió el auxilio. Por ejemplo, mi amigo ve que yo he dejado mi corbata sobre el mostrador del bar y que se ha caído un café, café que va resbalando hacia mi corbata y pronto la va a impregnar. Pero en lugar de advertirme o apartar él mismo la corbata, se queda quieto, callado y sonriente. ¿Me causó él el daño? Difícilmente podrá afirmarse tal cosa, si hablamos con propiedad y no en sentido metafórico. El que, pudiendo, no salva la vida a otro, no lo mató, simplemente no evitó que se muriera. Pero si yo no evito que usted pise un charco, yo no soy el causante de que usted se haya mojado los zapatos. Ahora bien, existen numerosos supuestos en que el Derecho nos obliga a indemnizar aquellos daños que no hemos evitado, aunque tampoco los hayamos causado. Mi amigo no es el causante de la mancha de café en mi corbata, pero puede ser responsable. Así que el jurídicamente responsable de un daño no siempre es su causante. ¿Tendrá mi amigo, en este último ejemplo, que pagarme la corbata o la tintorería? Difícil será encontrar un ordenamiento que lo obligue a tal cosa en un caso así. Pues casi todos los sistemas jurídicos hacen responsables de los daños no evitados a aquel que pudo evitarlos cuando el mismo se encuentra jurídicamente obligado a prestar especial cuidado o se halla, dicho más técnicamente, en una posición especial de garante. Por ejemplo, si fue el perro del amigo el que me mordió mientras él contemplaba la escena tranquilamente y sin hacer nada por evitarlo, mi amigo tendrá que indemnizarme por ese daño; y no digamos si mi amigo era el médico de guardia cuando yo llegué al hospital con un infarto y no hizo nada por atenderme.

c) Ahora pongámonos en que esa corbata tan cara y que tanto aprecio se me deshilacha y se llena de pelusillas en dos días, pese a que yo la cuido con todo el esmero posible. Pero, qué mala suerte la mía, me vendieron una corbata defectuosa, con un defecto que no se podía apreciar cuando la compré. ¿Pierdo el dinero que gasté en ella o alguien debe compensármelo? Hablamos de casos en los que no hubo mala fe ni en el fabricante de la corbata ni en el comerciante. Debemos distinguir dos tipos de casos aquí.

El primer tipo de casos se da si el fabricante, aun sin intención defraudatoria, no se esmeró demasiado al hacer la corbata, o si el comerciante no se preocupó de a qué clase de fabricante descuidado le adquiría las corbatas que luego vendía. Estaríamos ante supuestos de negligencia, de falta del debido cuidado en la labor de cada uno. Y no poner el cuidado o diligencia debidos significa asumir que alguien puede resultar perjudicado por el mal hacer de uno, aunque uno no quiera propiamente hacer mal a nadie. Está de por medio el difícil problema de la prueba, pero, probada la falta de diligencia, nos encontraríamos ante un supuesto de responsabilidad por negligencia: tienen que pagarme la corbata. Parece que la justicia lo exige y cualquier ordenamiento jurídico lo aplicaría así.

El segundo tipo de supuestos es más complicado de dirimir en términos de justicia. Supóngase que un fabricante de corbatas produce una remesa utilizando la tela, el hilo y los tintes que unánimemente están considerados mejores y de mayor calidad, y que pone en el proceso de fabricación el mayor esmero imaginable. Pero una de ellas se decolora con el uso y, tras un par de puestas solamente, mancha para siempre una cara camisa del comprador, sin que pueda probarse que haya culpa de éste por descuido o mal uso ¿Alguien le pagará al usuario la camisa que con tan mala suerte se le dañó o es él quien sufre la pérdida porque ninguno es culpable de lo acontecido con ella y la corbata? Con arreglo a la vigente legislación española y europea en materia de responsabilidad civil por productos defectuosos, le tocaría al fabricante de la corbata abonar el daño de la camisa, pese a que ya hemos dejado claro que ninguna negligencia se dio en su actuación.

La responsabilidad sin culpa, es decir, la responsabilidad por un daño derivado de una actividad de un sujeto que no ha tenido intención de perjudicar y que, además, ha obrado con todo el cuidado que le era posible, se llama responsabilidad objetiva. En principio parece difícil de asimilar que alguien deba correr con los costes de un daño del que no tiene ninguna culpa. Y, sin embargo, los mecanismos de la responsabilidad de este tipo, la responsabilidad objetiva, se van extendiendo lentamente por todos los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno. Por ejemplo, y como ya hemos dicho, en el Derecho español (y el de la Unión Europea) el fabricante responde por los daños que su producto cause al consumidor (o a cualquier otro perjudicado) y que no sean imputables a mal uso, descuido o imprudencia de éste. En ocasiones incluso corre el fabricante con la responsabilidad por los daños derivados de una mala utilización del producto por parte del consumidor, cuando se estima que no informó suficientemente dicho fabricante de cuáles era los usos posibles y cuáles los indebidos de su producto. Un ejemplo extremo lo presenta aquel famoso caso de la jurisprudencia norteamericana, tan citado: una señora baña a su perrito y para secarlo lo mete en el horno microondas. El animal pasó a mejor vida, pero al fabricante le tocó pagarle por él a la señora, porque en el folleto con las instrucciones para el empleo del aparato no se indicaba que no se podían introducir en él bichos vivos, salvo que se quisiera cocinarlos.

¿Cómo se justifica en términos de justicia la responsabilidad objetiva? Sus partidarios acostumbran a invocar el argumento del riesgo unido al beneficio. Por ejemplo, quien fabrica coches asume tácitamente y lo quiera o no que de cada diez mil coches fabricados alguno va a tener algún fallo en algún mecanismo o pieza, y eso por mucho esfuerzo que se ponga en la calidad de las piezas y en el proceso de fabricación. El azar tiene sus leyes y los imprevistos son inevitables. Sólo hay dos alternativas principales para ver a cuenta de quién va una mala suerte así, el fabricante y el consumidor. Al fin y al cabo, si es el consumidor el que carga con los perjuicios también lo hace sin culpa por su parte (si la culpa es suya y se prueba así, él responde, no hay problema).

Pues bien, el argumento del riesgo más beneficio nos dice que quien pone en práctica una actividad que causa a otros algún riesgo de daños y, además, obtiene beneficios con esa actividad, debe responder por los daños cuando el riesgo se consuma en daño. Es la desventaja de su ventaja, es una compensación. Naturalmente, también podría defenderse que el que compra el producto, el coche, por ejemplo, disfruta y se beneficia con su uso y que al decidirse a utilizarlo está asumiendo el riesgo de que algo vaya mal sin que sea su culpa. Si un conductor daña su coche por puro azar y sin culpa ni afectar a otros (por ejemplo porque le sobreviene un desvanecimiento), nadie le paga los desperfectos si no lo tiene asegurado frente a tales eventos. En cambio el fabricante sí paga si el fallo fue de algún elemento del vehículo y no hubo culpa de nadie, tampoco suya.

Con este debate sobre la responsabilidad objetiva queda bien a las claras que las normas sobre responsabilidad extracontractual por daños se explican y se justifican desde la teoría general de la justicia, pues la cuestión a la que responden es la de cuál sea el modo más justo de reparto social de los costes de los accidentes, las desgracias y la mala suerte. Cuando el daño se puede explicar como resultado del proceder indebido de alguien, rige el viejo principio de que quien la hace la paga, secuela de una sociedad organizada sobre la idea de libertad individual y de responsabilidad por los propios actos. Pero, ¿quién responde cuando el perjuicio que yo sufro no es el resultado ni de la culpa ni del actuar descuidado ni de la pasividad de nadie que hubiera podido y debido evitarlo? Las normas de responsabilidad objetiva sirven para exonerar de los costes del daño, en ciertos supuestos, a las víctimas. Y esa es una manera de redistribuir recursos en la sociedad con arreglo a pautas generales. Por eso su justificación o crítica tienen siempre que partir de consideraciones sobre la más justa distribución de los bienes y las cargas en la sociedad, de la teoría de la justicia y la filosofía política, en suma. Y según la doctrina que al respecto cada cual abrace, se defenderán unos criterios u otros para tal reparto y se promoverá un espacio mayor o menor para la responsabilidad objetiva que acabamos de ver.

4) ¿Que pague la Administración Pública? O sea, a repartir entre todos.

Otras veces el origen de mi mala suerte se sitúa en este fantasmagórico ente que llamamos Administración. Dispone el artículo 106.2 de la Constitución Española que “Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”. Y la ley correspondiente, concretamente el artículo 139.1 de la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, establece que “Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, (sic) de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”. Puntualiza el apartado 2 de ese artículo que “En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas”. Vemos cómo juega aquí, cuando el daño proviene de una actuación administrativa, la responsabilidad objetiva en toda su plenitud.

Cuando la persona que se desempeña en su condición institucional de servidor de la Administración pública me daña por causa de su actuar culposo o negligente estamos al principio ya conocido de responsabilidad por culpa, a tenor del cual no tiene por qué correr la víctima con el coste de daños de los que es responsable la mala fe o el descuido de otro. En ese caso la Administración habría obrado de modo “anormal” en la prestación de sus servicios propios y seguramente se puede sostener que ha incumplido el mandato constitucional de que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento a la Ley y al Derecho” (art. 103.1 de la Constitución Española). Pero, ¿qué ocurre si no hay culpa ni negligencia en la acción administrativa de la que se ha seguido un daño que la víctima no está jurídicamente obligada a soportar? (el artículo 141.1. de la Ley antes referida puntualiza que “Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”. ¿Dónde está el límite de la responsabilidad de la Administración y dónde el del deber de soportar de los ciudadanos?

Pensemos en los casos de funcionamiento “normal” de los servicios públicos, casos en los que en la prestación del servicio público no se ha dado ni ilegalidad, ni ningún vicio jurídico. Primero algunos ejemplos que buscan el absurdo de que no existan límites. Yo estoy ante un semáforo esperando para cruzar. Ha llovido y la calle está encharcada. Un autobús del servicio municipal de transporte público pasa a la velocidad reglamentaria y sin hacer ninguna maniobra reprochable, pero pisa con su rueda un charco y salpica de barro y grasa mi gabardina nueva. ¿Deberá la Administración municipal indemnizarme en aplicación del precepto legal mencionado? Otro caso. Yo soy un joven que quiere estudiar una carrera universitaria, concretamente Derecho. Voy a matricularme en la Universidad pública de mi elección y me encuentro con que hay numerus clausus para tales estudios, legalmente establecido, y que mi promedio de calificaciones no alcanza para superar la nota de corte. ¿Deberá la Administración compensarme por ese indudable daño que me produce y que no habría padecido si no existiera tal restricción impuesta?

Ahora vamos con un caso real de la jurisprudencia española, muy debatido en la doctrina. Se trata del asunto resuelto en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 3ª, de 14 de junio de 1991. Un paciente ingresa en un hospital público con un cuadro clínico de aneurismas gigantes en ambas carótidas. El caso era de gravedad extrema y el cirujano tuvo que decidir si reducía primero el aneurisma de la carótida izquierda o el de la derecha. Optó por el de la derecha y no dio resultado, pues el paciente murió por causa de un edema y una isquemia cerebral. La elección del médico no resultó la mejor, pues es posible que el paciente hubiera sobrevivido si hubiera reducido primero el aneurisma de la carótida izquierda. Pero eso el cirujano no tenía ninguna posibilidad de saberlo cuando hizo la operación y, además, todos los dictámenes periciales y todas las opiniones de expertos coincidieron en que su proceder había sido absolutamente correcto y adecuado a la lex artis. No obstante, el Tribunal condenó y estableció la responsabilidad de la Administración, con el argumento de que la opción del cirujano, aun siendo legítima y perfectamente acorde con los estándares de profesionalidad médica, resultó a posteriori desacertada y fue una de las causas de la muerte. Vemos, pues, que la Administración es condenada pese a que su funcionario obró con absoluta corrección y sin que quepa hacerle ni el más mínimo reproche. Simplemente no tuvo suerte, le jugó el azar una mala pasada, como al paciente. Se trataba de ver quién cargaba con las consecuencias del infortunio imprevisible, si el médico (la Administración en realidad) o los herederos del paciente fallecido. Ganaron los herederos.

¿Habría sido posible una sentencia de este tenor si la operación de urgencia se hubiera practicado en un hospital privado y en ejercicio privado de la medicina? Difícilmente, pues en esos casos en España se exige culpa para que se condene a indemnizar por el daño. Sólo unas pocas sentencias han aplicado en este ámbito de la medicina privada el artículo 28 de la Ley General de Defensa de Consumidores y Usuarios para fundamentar el carácter objetivo de la responsabilidad médica. Si esto es así, cabe preguntarse por qué en las relaciones entre privados, en general, la responsabilidad por culpa sigue siendo la regla y la responsabilidad objetiva la excepción, por mucho que esas excepciones vayan aumentando de día en día. Puede que la respuesta se relacione con la idea de que la economía de la Administración no necesita de las cautelas que sí son necesarias con la economía privada, si no se quiere abocar a la ruina de las empresas privadas o al desmedido encarecimiento de sus servicios. Ahora bien, también el aumento indudable de costes que para la Administración significa la objetivación de su responsabilidad repercute en el ciudadano, en un doble sentido: en el sentido de que los recursos públicos provienen de los bolsillos de los ciudadanos y los ponemos entre todos; y en el sentido de que los medios públicos destinados a indemnizaciones a los particulares (o al pago de seguros) son medios que se detraen de la prestación de otros servicios públicos. De ahí que resurja también aquí, con nueva fuerza, la cuestión de la justicia y que debamos plantear si es más justo que sea el ciudadano el que cargue con su mala suerte cuando es perjudicado por el funcionamiento normal (no culposo) de la Administración, como contrapeso a los beneficios que normalmente obtiene de dichos servicios, o si, por el contrario, implica mayor equidad la socialización de los costes de dichos perjuicios. Pues no se debe perder de vista una diferencia decisiva: cuando la responsabilidad objetiva opera como criterio de asignación del coste de los daños entre particulares, caben justificaciones en términos de que la adscripción de responsabilidad por el daño causado sin culpa es el contrapeso de asunción de riesgos por el que realiza la correspondiente actividad potencialmente dañosa a cambio de la expectativa de beneficios; en cambio, el criterio del beneficio no puede aplicarse a la Administración, cuya prestación de servicios es puramente “altruista” y parte de su cometido definitorio al servicio de los “intereses generales” (art. 103 de la Constitución Española). La Administración pública no trabaja con la meta del beneficio económico para sí, y los beneficiados de su labor son los propios administrados, los ciudadanos. La paradoja aparece cuando esos mismos beneficiarios con carácter general reclaman que la Administración los indemnice cuando sufren perjuicio por una acción administrativa llevada a cabo con toda la legalidad, diligencia y celo que del hacer administrativo es exigible. Cabría pensar que ese pauta del beneficio como dirimente de la imputación de responsabilidad podría servir en estos casos para hacer recaer el coste del daño en el ciudadano perjudicado y no en el conjunto de la población. Pero, nuevamente, es éste un asunto dependiente de la teoría de la justicia que abracemos y, más concretamente, del modelo de ciudadano responsable y de distribución social de beneficios y cargas que en cada teoría se elabore.

Mas, ¿realmente funcionan las cosas tan al pie de la letra legal?, ¿en verdad se obliga a la Administración a indemnizar en todo caso en que el funcionamiento normal de los servicios públicos irrogue un daño a alguien? Realmente no. Pensemos en los ejemplos antes mencionados del autobús que me salpica la gabardina nueva o del numerus clausus. O veamos otro caso: me dirijo a tomar un avión que me llevará a una ciudad lejana a firmar dentro de diez horas un importantísimo contrato. Pierdo el avión por causa de un atasco monumental en las calles de la ciudad y pese a que he salido de mi casa con un margen de tiempo más que razonable, excesivo incluso. No llego a tiempo para firmar ese contrato y se lo lleva un competidor, de modo que pierdo la gran oportunidad de mi vida económica. Resulta que la razón del gran embotellamiento parece ser una avería en el sistema semafórico de la ciudad, unida a que la policía municipal no contaba con personal suficiente para regular la circulación en los cruces más difíciles y a que tampoco supo la municipalidad reaccionar a tiempo para establecer vías alternativas u otras soluciones. Y añadámosle al caso que esa avería no es muy sorprendente, pues el sistema de control de los semáforos va necesitando una renovación. ¿Obtendría yo indemnización de la Administración municipal por el daño que he sufrido? Me parece dudoso y basta pensar en la lluvia de reclamaciones que se interpondrían después de cada atasco, pues siempre la Administración pudo haber construido calles más anchas o pasos elevados en cada cruce, o siempre pudo haberse procurado más personal a su servicio para esos eventos. Si el criterio es que la Administración pudo haber evitado los daños con una gestión más adecuada, ese criterio operará siempre y no hay daño que no hubiera podido haberse evitado, salvo en los casos de verdadera y genuina fuerza mayor. Es decir, casi todos mis daños puedo cargárselos, por activa o por pasiva, a la Administración.

En la práctica no ocurre así, pese al declarado carácter objetivo de la responsabilidad administrativa, gracias a que en realidad los tribunales recortan tal carácter a base de pautas sentadas ad casum. Pero una jurisprudencia casuística es suprema fuente de injusticia, por serlo de desigualdad de trato. Y en esas estamos.

5. Otras desgracias.

La mala fortuna acecha de muchas maneras. Estamos expuestos a que un día nos dañe un terremoto, un huracán, una sequía grave, una inundación, cualquier fenómeno imprevisto de la pura naturaleza. ¿Deben las víctimas conformarse con su suerte o se han de poner en marcha reparaciones materiales y económicas por cuenta del Estado, que es tanto como decir de la sociedad en su conjunto? Este ha sido un tema tradicionalmente confiado a la caridad privada, al ejercicio de la solidaridad humana no mediada ni impuesta por el Estado. De hecho, cuando desastres de ese calibre se producen suelen muchas personas volcarse en el ofrecimiento de ayuda material y económica a sus expensas directas. Más aún, en nuestro tiempo las ONGs se han convertido en la vía por antonomasia para la canalización de esa solidaridad social que antes se llamaba caridad. Sin embargo, también es común que los Estados destinen importantes partidas económicas para aliviar las pérdidas de las víctimas. Cuando tal ocurre podemos decir que pagamos todos y no únicamente los que voluntariamente quieren hacerlo.

Pocos discutirán tales prácticas públicas, si no es al precio de argumentos tan rebuscados, perversos incluso, como que cada cual debe correr con su destino, ya que todo lo que a alguien le ocurre es resultado de un designio superior que no se debe combatir; o que en mano de cada uno está precaverse también de las fatalidades, por ejemplo evitando vivir en zonas sísmicas o en las proximidades de los ríos que puedan desbordarse. Sea como sea, estamos ante un nuevo campo de posible enfrentamiento entre quienes entienden la sociedad en clave radicalmente individualista, como agrupación de individuos movidos únicamente por su estricto interés personal y que asumen su destino como parte de su aventura vital, y quienes conciben el pacto social como engendrador de solidaridad forzosa ante las desgracias que a cualquiera pueden afectar.

Hay Estados, como el español, que prevén que esa solidaridad pública se plasme también en compensaciones públicas por los daños derivados de ciertos delitos, como los de terrorismo (Ley 32/1999, de 8 de octubre) o delitos violentos y contra la libertad sexual (Ley 35/1995, de 11 de diciembre). La Exposición de Motivos de esta Ley justifica esas medidas del siguiente modo: “Desde hace ya bastantes años la ciencia penal pone su atención en la persona de la víctima, reclamando una intervención positiva del Estado dirigida a restaurar la situación en que se encontraba antes de padecer el delito o al menos a paliar los efectos que el delito ha producido sobre ella.
En el caso de los delitos violentos, las víctimas sufren, además, las
consecuencias de una alteración grave e imprevista de su vida habitual,
evaluable en términos económicos. En el supuesto de que la víctima haya sufrido
lesiones corporales graves, la pérdida de ingresos y la necesidad de afrontar
gastos extraordinarios acentúan los perjuicios del propio hecho delictivo. Si se
ha producido la muerte, las personas dependientes del fallecido se ven abocadas
a situaciones de dificultad económica, a menudo severa. Estas consecuencias
económicas del delito golpean con especial dureza a las capas sociales más
desfavorecidas y a las personas con mayores dificultades para insertarse
plenamente en el tejido laboral y social”.
Y seguidamente aclara que no se trata de prestar “indemnizaciones”, sino de “ayudas públicas”[2]. Nos hemos alejado ya por completo de los resortes de la responsabilidad del Estado y éste se proclama mero instrumento de una solidaridad social, solidaridad congruente con los mandatos constitucionales. Nuevamente se toman recursos sociales para proporcionar ayuda a las víctimas de ciertas desgracias, éstas no naturales, sino provocadas por la conducta dañina y dolosa de terceros; esto es, el valor económico de esos daños se socializa.

¿Qué casos debe cubrir esa solidaridad? Habrá quienes digan que ninguno, otra vez desde la idea de que el precio de la convivencia social en libertad y pluralismo es el riesgo de padecer agresiones de otros. Serían los riesgos generales de la vida social y deberían correr por cuenta de cada uno. Los que admitan ese manejo público de la solidaridad se verán forzados a plantear cuáles tienen que ser sus límites, donde se hace el corte, pues la garantía social frente a cualquier daño de una víctima inocente, incluso frente a cualquier víctima de un delito, resulta económicamente inviable, conduciría al colapso del propio Estado. De esto es consciente el legislador cuando en la Exposición de Motivos de la Ley últimamente citada se recuerda que ésta prevé ayudas económicas sólo para ese tipo de delitos dolosos, intencionadamente cometidos, pues extenderlas a los casos de comisión por imprudencia sería económicamente inviable[3] . Al estipular estas ayudas solamente para las víctimas de los delitos (dolosos) violentos cuyo resultado sea muerte, lesiones corporales graves o daños graves en la salud física y mental (art. 1.1), así como para “las víctimas de los delitos contra la libertad sexual aun cuando éstos se perpetraran sin violencia” (art. 2.1), está el poder político español estableciendo la jerarquía de los que considera supremos y más valiosos bienes de una persona: la vida, la integridad física, la salud física y mental y la libertad sexual. Y de esa forma volvemos al terreno de lo que se puede debatir desde distintas concepciones de la teoría justicia y de la teoría ética.

6. ¿Y la desgracia de ser pobre?

Con este último punto retornamos al principio, para interrogarnos sobre si debe el Estado prestar asistencia especial, a costa de los contribuyentes, a aquellas personas que, por las razones que sean, se encuentran en la indigencia, agravada a veces por razones de vejez, cargas familiares, etc. Expresado del modo más claro y brutal, ¿debe recibir la solidaridad pública alguien que no ha sido capaz o no ha querido procurarse los medios para una vida digna, incluso en la vejez, o que no ha gobernado su vida con cálculo suficiente para, por ejemplo, no engendrar más hijos que los que pueda alimentar? No será necesario repetir aquí los debates aludidos en los primeros apartados de este escrito. Baste recordar, meramente, que individualistas radicales e igualitaristas volverán a enfrentarse en este punto.

Muy difícilmente podrá una norma legal discernir entre quienes se hallan en situación de penuria porque sus circunstancias no les permitieron otra cosa, porque han sido víctimas de una suerte adversa o porque, sin más, no se animaron al trabajo y el esfuerzo. Así que las soluciones, si ha de haberlas, tendrán que ser generales, para todo el que esté bajo el grado de necesidad que se determine.

La universalización de ciertos servicios públicos esenciales, como educación o seguridad social, es una primera y clara manifestación del propósito de que la satisfacción de ciertas necesidades básicas no quede al albur del destino o la suerte de cada cual. Más allá, en Europa son muchos los Estados que establecen pensiones no contributivas para quienes se encuentren en situaciones de grave carencia, en la idea de que la más básica de las necesidades es la de contar con alimento y techo y de que debe ser el erario público el cauce para que todos disfruten de esos mínimos. Y en muchos países con fuerte desarrollo económico se está discutiendo con vehemencia la propuesta de instaurar una renta básica universal, una paga mínima que el Estado entregaría periódicamente a todo ciudadano por el mero hecho de tal y sea cual sea su situación personal y económica. Como se puede imaginar, la discusión es enconada, pues donde muchos ven la culminación de un Estado social y redistributivo, juzgan otros que tales rentas contradicen frontalmente los fundamentos de las políticas sociales y la justicia distributiva, pues no disciernen entre situaciones de necesidad y situaciones de bienestar y tratan igualmente a los desiguales, a costa del peculio común.



[1] El presente trabajo se inserta en el Proyecto de Investigación SEJ2004-01947/JURI, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia de España.

[2]El concepto legal de ayudas públicas contemplado en esta Ley debe distinguirse
de figuras afines y, señaladamente, de la indemnización. No cabe admitir que la
prestación económica que el Estado asume sea una indemnización ya que éste no
puede asumir sustitutoriamente las indemnizaciones debidas por el culpable del
delito ni, desde otra perspectiva, es razonable incluir el daño moral provocado
por el delito. La Ley, por el contrario, se construye sobre el concepto de
ayudas públicas -plenamente recogido en nuestro Ordenamiento- referido
directamente al principio de solidaridad en que se inspira
”.

[3]La presente Ley contempla los delitos violentos y dolosos cometidos en España.
El concepto de dolo excluye de entrada los delitos de imprudencia cuya admisión
haría inviable económicamente esta iniciativa legislativa”.

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